jueves, 6 de septiembre de 2012

Violencia Cotidiana


 Es la que venimos sufriendo diariamente y se caracteriza básicamente por el no respeto de las reglas, no respeto de una cola, maltrato en el transporte público, la larga espera para ser atendido en los hospitales, cuando nos mostramos indiferentes al sufrimiento humano, los problemas de seguridad ciudadana y accidentes. Todos aportamos y vamos siendo parte de una lucha cuyo escenario se convierte en una selva urbana.

Crecen a nuestro alrededor y se hacen casi cotidianas las noticias de actos de violencia en nuestro país, en nuestra provincia, en nuestro barrio. Lamentablemente la violencia callejera, familiar y cotidiana se ha hecho una realidad demasiado frecuente, demasiado cercana. Amenaza con hacerse algo común.

Los medios de comunicación nos traen todos los días noticias de las violencias internacionales, de las guerras, de los genocidios, de los atentados suicidas. Parece ser que el mundo está hecho de estos ingredientes solamente. Pero nada se dice de las violencias más cercanas, las que conocemos por los rumores que después son confirmados, las que ocurren aquí, las que pudiéramos evitar y prevenir.

Es por ello que volvemos nuestra reflexión, una vez más, sobre la peligrosa espiral de la violencia. Esta vez para acercarnos a su dimensión más aledaña, más frecuente, a la que, por desgracia, le damos menos importancia.

En efecto, se repiten cada vez más los hechos de maltratos familiares de esposo a esposa, de padres a hijos, de nietos hacia sus abuelos. Con frecuencia creciente nos encontramos escenas vergonzosas en plena calle, de madres que literalmente arrastran a sus niños pequeños, les propinan tundas frente a sus compañeros de escuela, les gritan desaforadamente que los van a matar, que les van a partir la cabeza en dos… y así una cantidad de frases, gestos, actitudes y hechos violentos que no parecen salidos de la boca de una madre, un padre, o una abuela. Pero las oímos y vemos cada vez más. Es la violencia familiar que se hace cotidiana y se vuelve casi normal.

No nos acostumbremos a la violencia familiar. No existe violencia menor, porque todas dañan la dignidad, la integridad, la psicología de los que la sufren y también daña a los que la ejecutan. No aceptemos tal monstruosidad como si nada ocurriera.

Otra manifestación de la violencia cotidiana son los ataques callejeros. Esos asaltos para robar, para la violación sexual, para el atraco. Todos podemos recordar alguno de estos hechos en nuestro propio barrio, en nuestra ciudad, en nuestra provincia. Los mayores podrán comparar: siempre han existido actos de violencia, pero parece, que ni eran tan frecuentes, ni eran tan numerosos, ni eran vistos con tanta naturalidad o resignación como ahora.

Matar para robar en la casa de una anciana que vive con su nieto y ser el nieto un cómplice. Matar para robar un automóvil y hacerlo de día en plena carretera. Matar para arrancar del cuello una cadena o para llevarse una bicicleta. Matar por excesos pasionales o por simple envidia. Cada uno de nosotros conoce más de un caso. ¿Cómo es posible que nos acostumbremos a tales violencias? ¿Cómo es posible que las aceptemos como parte del mundo que cambia? ¿Hacia dónde está cambiando nuestro mundo, este de aquí, el más cercano, el mundo de mi barrio y de nuestras carreteras? ¿Cómo es posible que se silencien estos actos crueles, por muy “locales” o “intrascendentes” que se puedan considerar?

Es sobre esto mismo que deberíamos reflexionar: ¿Qué diferencia hay entre una mujer albanesa que es violada en Bosnia-Herzegovina y una mujer violada en un municipio de Las Tunas? La dignidad de ambas mujeres, el respeto a su integridad y la violencia que se les impone es la misma en cualquier lugar del mundo. Por un lado, no hay violencias menos crueles y más intrascendentes por no tener difusión y, por otro lado, no hay violencias “internacionales” que, por su difusión periodística, se hagan más deleznables. Esto es, por lo menos, una manipulación mediática. La violencia es igualmente condenable, es igualmente cruel, debe ser igualmente prevenida, en Cuba como en Madagascar, en Estados Unidos como en España, en Palestina como en Israel, en Iraq como en Haití.

Otra pregunta: ¿Por qué se silencian los hechos de violencia en nuestro país? No estamos hablando del morbo de la crueldad, no estamos hablando de la prensa amarilla que se regodea mostrando gráficamente, muertos, heridos y descuartizados. Eso no ayuda a nadie. Eso difunde la violencia y ofende la vista de los receptores y la dignidad de las víctimas. No es a eso a lo que nos referimos. Se trata de cuando se silencian las estadísticas de actos violentos, se obvian las noticias aún cuando sean pura información sin sensacionalismos o se deja de educar a partir de las lecciones de actos lamentables porque se desea presentar una atmósfera de normalidad dentro y de tremendismo fuera. Dentro, todo tranquilo; fuera, todo mal. Entonces lo que se logra es que la gente no le dé importancia a la violencia porque, como lo importante sale por la televisión y el periódico, pudiera deducirse que se trata de un acto menos grave, que no merece la pena condenarlo y sacar las conclusiones y lecciones de esas realidades.

Ni regodearse con la violencia, como en las películas norteamericanas del sábado, ni crear en los medios de comunicación una Cuba virtual que se aleja, cada vez más, de la Cuba real. Los extremos se tocan. Tanto pueden contribuir a la violencia la difusión de actos e imágenes violentas como silenciarlas de tal manera que pueda entenderse que son eventos sin importancia, de poca gravedad. La desinformación nunca educa, ni previene, ni alerta.

Ahora bien, informar sobre lo que está pasando en la realidad no evita el problema de fondo. El problema de fondo es encontrar las causas profundas de la violencia. Es preguntarse ¿ por qué crece la violencia familiar?. Y responder con sinceridad.

Es preguntarse ¿ por qué crece la violencia callejera?. Y responder con honestidad.

Es preguntarse ¿para qué mata la gente?, ¿para qué asalta?,¿para qué se organizan y juntan los delincuentes?. Porque sabemos que, raras veces, no hay al menos complicidad. Porque sabemos que raras veces son delincuentes aislados. En el mundo de hoy, y con las características de los hechos que conocemos, casi siempre hay varios implicados, hay varios que planean, unos asaltan y otros receptan, unos venden y otros compran, unos matan y roban automóviles y otros los modifican o desarman y los venden. Esto lo hemos corroborado, incluso, por ese espacio de la televisión dominical que intenta presentarnos casos de este tipo en forma de programa policial.

Este tipo de “juntera” delincuencial de hoy, puede conllevarnos a las mafias criminales de mañana. Es muy necesario atajar a tiempo esta tendencia, ese incipiente intento de organizar la violencia. Estas son las formas de asociarse verdaderamente peligrosas para la soberanía y la integridad de la nación. Estas son las formas verdaderamente dañinas para nuestra cultura y nuestras ideas. Si alguna batalla debe haber en serio y en firme es la batalla contra la verdadera delincuencia. El desorden social, lo hemos dicho varias veces, es señal de deterioro moral y un grave peligro para la gobernabilidad.

Vayamos a las causas: Es el deterioro moral y la necesidad material de las familias la causa fundamental de la violencia familiar y no se soluciona reprimiendo a los miembros más rebeldes de la casa, sino resolviendo, por un lado, las penurias de la vida cotidiana que van exacerbando, que van desesperando la paciencia y la cordura de la familia; y, por otro lado, más en el espíritu de la gente, resolviendo la penuria ética, la falta de educación para la libertad y el amor, la falta de educación para la tolerancia y el diálogo, la falta de educación para la justicia y la paz, mediante una verdadera y sistemática formación ética y cívica de las familias.

Vayamos a las causas: es el deterioro ético y cívico de la sociedad, y son las necesidades materiales de las personas menos favorecidas la causa fundamental de las violencias callejeras. En los estudios sobre el tema se colocan estas dos causas entre las principales: la marginalidad y la pobreza. Se asalta, sobre todo, para robar. Se mata, sobre todo, para robar. Y se roba cuando no hay vergüenza y cuando hay mucha necesidad. Nadie roba si tiene vergüenza, es decir, si tiene formación ética, aunque tenga mucha necesidad material. Pero de igual manera, nadie que tenga sus problemas materiales resueltos mata para robar, o asalta para robar, a no ser que sea un desarraigado de la familia y de la sociedad, un marginal, abandonado de su familia y de la sociedad. Y esto, se supone que no debería abundar en Cuba. Si los hay, como en toda sociedad, deben ser las raras y poquísimas excepciones. Y si no son las raras excepciones y comienzan a ser más que lo normal, es porque algo está fallando en nuestras familias y en nuestra educación.

Desterremos de nuestras familias el lenguaje agresivo y la permisividad moral. Y los golpes y las amenazas. No todo vale, ni todo “se usa”, ni hay que aceptar la intolerancia y la violencia. Eduquemos a nuestros hijos en la decencia, en el diálogo y el silencio, en la disuasión y la firmeza de carácter. En la ternura y el amor. Y la violencia disminuirá.

Desterremos de nuestras escuelas el lenguaje agresivo, los gritos que escuchamos al pasar por las aulas, las amenazas de los educadores, los métodos impositivos, las sutiles manipulaciones, las explícitas campañas de la guerra que vendrá y la preparación militar que nos impulsa a defendernos de todo y de todos. Pasemos de la guerra de todo el pueblo a la paz de todo el pueblo. Eduquemos para el respeto que es el primer escalón de la paz. Eduquemos para la justicia que es el segundo escalón hacia la convivencia en paz. Eduquemos para la verdad que libera nuestras agresividades. Eduquemos para la libertad que nos libera de la represión. Eduquemos para el amor que es el más alto escalón de la paz. Y la violencia disminuirá.

Desterremos de nuestra sociedad la “cultura de la confrontación”, el lenguaje ofensivo, las malas palabras dichas o sugeridas, la actitud siempre ofensiva y siempre agresiva contra enemigos y diversos. La cultura integral es educar para la convivencia pacífica, no para reprimir al que piensa distinto y sembrar el miedo en el que expresa lo que siente aunque sea verdad. Cultura es cultivo de lo bueno, de lo bello, de lo verdadero. Pero si el “cultivo” daña la planta no es cultura. Si para garantizar lo que consideramos la verdad se daña a la persona humana con la amenaza y la violencia institucionalizadas, eso no es cultura de la vida, ni cultura de la paz. Es sembrar violencia que, como todos sabemos, no engendra nada más que violencia. Educar para una cultura de la vida, de la civilización de la verdad, de la libertad de espíritu, para la formación de una conciencia moral libre y responsable, es el camino para que la violencia disminuya. Eduquemos para vivir sin doblez y sin ofensas… y la violencia disminuirá.

Pero no con más violencia ni con represión. Vayamos a la raíz del problema. Usemos los métodos y los medios de la educación, de la participación ciudadana, de la persuasión, de la personalización consciente y la socialización gradual y voluntaria.

Cuba, cada cubano, es decir, la Cuba real, lo necesita. Lo necesitamos todos, gobierno y gobernados, ciudadanos decentes y desarraigados. Pobres y acomodados. Los que pensamos igual y los que pensamos distinto. Es la paz ciudadana la que está en juego. Es nuestra convivencia pacífica de hoy y la gobernabilidad de mañana.

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